Puerto Montt generalmente, se ve como una ciudad sin una identidad bien definida. Probablemente porque la mitad de los habitantes están esporádicamente en la zona. Resulta difícil tener el goce permanente de saberse en medio de dos paisajes tan hermosos –por un lado, el Océano Pacífico y, por otro, los volcanes Osorno y Calbuco- ya que el clima invita, la mayor parte del tiempo, a cobijarse cerca de una chimenea y quizá sólo salgamos a la lluvia por ciertos trámites. Trámites en que, a decir verdad, son poco tediosos: aquí el tiempo puede llegar a sobrar. El ritmo de vida trae consigo más tranquilidad, la misma con la que indagué por la ciudad, buscando su esencia, después de vivir 8 años en Santiago.
Entonces, buscando fotos y momentos, encontré más espacios de esta ciudad de lo que pude conocer en los 12 años previos, en mi infancia. Olí nuevos lugares, me detuve a observar de qué se trata Puerto Montt: sus colectivos, su desorden, sus letreros, su vida cotidiana, sus tejuelas y un sinfín de características propias.
Compartí, saludé, intimidé e interactué con todo escenario que se me presentó, pretendiendo reflejar de la mejor forma esta realidad y descubrí que las respuestas fueron infinitas: hubo gente que no se inmutó, otra que sonrió, e incluso, que posó.
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